En Colombia se profundiza el modelo neoliberal. El sigiloso revolcón de Santos


Edición Nro.: 99
Por: Héctor León Moncayo

Hace 20 años, otro presidente, César Gaviria, dio comienzo al proceso de reformas neoliberales del Estado, un brutal ajuste del que todavía no se repone el país. Él mismo, entre arrogante y cínico, le dio el nombre, popularizado luego por el periodismo oficial, de “revolcón”. Hoy, el presidente Santos, en forma quizá más discreta, ha emprendido una campaña de reformas legislativas en el mismo sentido, de una magnitud y una profundidad tan significativas que merece el mismo nombre. Desafortunadamente, los colombianos, enredados aún en el tema de la continuidad de la política de ‘seguridad democrática’ que marcó el debate electoral, no parecen captar en toda su dimensión la gravedad de las implicaciones de esta nueva reforma institucional.
El pasado 17 de marzo fue aprobado en primer debate –Comisiones Económicas tanto del Senado como de la Cámara de Representantes– el proyecto de Ley por el cual se expide el Plan de Desarrollo 2011-2014 (1), presentado por el actual gobierno. Según las normas de procedimiento, a partir de esa fecha el Congreso cuenta con 45 días para dar su aprobación definitiva, lo que seguramente hará, pese a los debates planteados por la oposición.
A primera vista el asunto no reviste sorpresa alguna ni merece mayor reflexión; es un ritual que repiten todos los gobiernos en el comienzo de su mandato, dado que es una disposición constitucional. La obligación de elaborar y presentar un Plan de Desarrollo es de las pocas cosas que quedaron en la Constitución que hacen referencia a la idea de un Estado intervencionista. Días antes, el Gobierno había dado a conocer un largo documento de “Bases del Plan de Desarrollo”, apoyado en una buena cantidad de estadísticas y algunas consideraciones de teoría económica, en lenguaje “políticamente correcto”, al que había puesto el pomposo nombre de “Prosperidad para todos”. Inicialmente, durante la campaña electoral, Santos había hablado de “prosperidad democrática”, seguramente para marcar la continuidad con la ‘seguridad democrática’ de su antecesor. Pues bien, en esta ley se presenta e incorpora el Documento junto con el plan de “inversiones públicas” para el período 2011-2014. Hasta ahí el ritual. Sin embargo, en la misma ley, bajo el pretexto de “mecanismos para la ejecución del Plan”, se incluye un largo catálogo de reformas legislativas, en modo alguno ‘operativas’ sino, por el contrario, de gran calado, que tocan, como es obvio al referirse a un Plan, los más diversos aspectos del ordenamiento institucional. Es evidente que el Gobierno ha querido, de una vez y por una vía expedita, adelantar una parte significativa de su gran proyecto de reforma neoliberal.


El Plan de Desarrollo
Si algo resalta en todos los planes que se han presentado en Colombia, por lo menos desde el gobierno de Gaviria, es el hecho de que, en contra de su denominación, no reflejan ninguna intención de planificar. En la lógica neoliberal, como se sabe, no cabe ni siquiera la noción de planeación ‘indicativa’, ya que descarga la dinámica de la asignación de recursos en el funcionamiento ‘libre’ de las leyes del mercado. La acción del Estado es enteramente subsidiaria. Y el Plan de Santos no es una excepción y además convierte este principio en su guía fundamental y explícita. En todas partes aparece como pieza clave de la propuesta la “alianza público-privado”. Por tanto, la reforma institucional se convierte casi automáticamente en el único propósito del Plan. Se trata de crear condiciones –de seguridad, estabilidad y previsibilidad jurídica, se suele decir– para el funcionamiento del mercado, denominación, la de mercado, que, con su aire de impersonalidad, oculta un objetivo muy elemental y concreto: la protección del capital nacional y extranjero.
Las apariencias nos engañan nuevamente. En el ámbito publicitario, la imagen del Plan recuerda el lenguaje desarrollista de otras épocas que hablaba de modelos de crecimiento “desequilibrado”, en los cuales se seleccionan unos sectores económicos en capacidad de arrastrar el conjunto de la economía. Se habla de las cinco “locomotoras”. En este caso: innovación, sector minero-energético, infraestructura, agricultura y desarrollo urbano. Sin embargo, en su contenido, el Plan no puede estar más lejos de la imagen. Para empezar, en la selección de los sectores, como ya se dijo, no se trata de una fuerte iniciativa del Estado –productor, empresario o al menos intervencionista– sino de un ámbito en el cual, además de condiciones favorables, únicamente se prevén “incentivos”, casi siempre tributarios, para estimular la iniciativa privada. En segundo lugar, es claro que, de las cinco locomotoras, en la práctica solamente queda el sector minero-energético, de exportación, dentro de la idea tradicional del “arrastre”. Y no podía ser más desafortunada la selección. Cualquier estudiante de economía sabe que este sector es de los que menos empleos y menos eslabonamientos productivos ofrecen. Peor aún en el caso de Colombia, donde la participación del Estado, a través de las regalías, es insignificante.
En este sentido, es claro que el Plan no propone un modelo: se lo encuentra ya en funcionamiento. Es el modelo extractivista –inversión extranjera para la explotación y exportación de recursos naturales– al cual parece condenarnos la actual división capitalista internacional del trabajo. El aporte sustancial aparece en la supuesta locomotora de la infraestructura. Es obvio que resulta indispensable para el funcionamiento del modelo y debe reconocerse que, en Colombia, el retraso en esta materia es enorme. Ya aparecía en otros planes, incluido el famoso “Colombia, Visión 2019”, pero Uribe, ya se sabe, privilegió la corrupción doméstica sobre las necesidades del capital extranjero. Sin embargo –cabe insistir–, la infraestructura no es sólo medio sino también fin como ámbito para los negocios, la alianza público-privado. Es ahí donde resalta la importancia de la ambiciosa iniciativa de la ley que se está comentando. Buena parte de las reformas planteadas, en relación con el manejo del territorio y la contratación pública (concesiones), se encamina a crear las condiciones más favorables para la inversión extranjera en el negocio de la infraestructura.
Este asunto del manejo del territorio es quizá la clave para la comprensión de la política de Santos. Tiene implicaciones en lo planteado para agricultura y desarrollo urbano, y en el manejo de áreas protegidas –parques naturales, etcétera–, que en la ley (y en el documento del Plan) se desliza, de contrabando, como una falsa política de “sostenibilidad” y de “gestión ambiental”. Y un aspecto que todavía no se ha tomado suficientemente en serio: la culminación con Santos de una contundente política de recentralización. Recuérdese que el Presidente ya se había mostrado, en el gobierno de Pastrana, como verdadero campeón en esta materia y que inició su esfuerzo legislativo con la reforma de la Ley de Transferencias. El problema consiste –y es una característica del discurso oficial– en que se presenta como lo contrario. El primer capítulo del documento de la “Prosperidad” trata de las regiones y ofrece atenuar las desigualdades mediante la convergencia económica. En realidad busca, con una nueva centralización de los recursos, distribuir las inversiones públicas (y los incentivos), asignando megaproyectos, pero no las obras que las regiones necesitan o quieren sino las que se precisan para el modelo extractivista. En la ley del Plan, además, se consagra una enorme capacidad del gobierno central para orientar y ordenar (exigir) el comportamiento de las autoridades territoriales, en todas las materias, incluidas salud, educación y agua potable, reformulando otra vez el sistema general de participaciones. Incluso en materia tributaria, con la definición del rango (porcentajes) del impuesto predial, que fue objeto de debate hasta por parte de los parlamentarios oficialistas.
Jugando con el neoinstitucionalismo
En síntesis, se puede decir que del famoso Plan lo que nos queda en definitiva es la intención de reformar las instituciones que sirven de marco para el funcionamiento del mercado. De una parte, para atraer la inversión extranjera. Fácil es descubrir en las diferentes propuestas una identidad absoluta con las exigencias que aparecen en los tratados de libre comercio. Obsérvese, por ejemplo, que en la propia ley del Plan, en nombre de la innovación tecnológica, el Gobierno se adelanta a consagrar de una vez nuevas normas de protección de la propiedad intelectual y ampliaciones del ámbito de la patentabilidad. No se salva ni la agricultura, donde, como mentís a las ilusiones creadas por la propuesta de restitución de tierras, se privilegia el viejo modelo de las asociaciones productivas para garantizar que los productores campesinos terminen vinculados a los grandes proyectos de monocultivos para la exportación. Adecuar el mercado significa también abrir nuevos espacios para la inversión extranjera, aquellos donde aún no es rentable. Es, desde luego, un objetivo de mediano o largo plazo. Bien se sabe que, en un país con la extrema desigualdad en la distribución del ingreso como es Colombia, se requiere forzadamente incluir a los pobres en los circuitos de comercialización. Se habla otra vez, por ejemplo, de profundizar la bancarización. Esto significa asimismo eliminar de modo progresivo franjas de pequeños productores (de bienes o servicios) y de pequeños comerciantes, para garantizar la operación rentable de las grandes empresas nacionales y extranjeras. Una vez más, en el discurso se presenta como lo contrario, es decir, como impulso a la microempresa y la pequeña empresa. Pero la iniciativa se plantea en nombre de la ‘formalización’, ya que la informalidad suele identificarse con ilegalidad y evasión tributaria. Ya se ha declarado la guerra contra los pequeños mineros. Y también, tal como se había iniciado en el gobierno anterior, contra los campesinos productores de leche o de aves de corral. En perspectiva, se debe convertir en una verdadera guerra contra el rebusque.
De otra parte, y no gratuitamente, se menciona una y otra vez la competitividad, y no se descuida la ‘flexibilización’ del mercado de trabajo. El argumento del alto nivel salarial de Colombia en el contexto internacional se repite una vez más. Una muestra es la conocida ley del primer empleo. Pero también en la ley del Plan se introduce una reforma del régimen pensional cuya atrevida propuesta de elevar los límites de edad condujo a un rechazo generalizado. Por fortuna, esta disposición fue excluida de la versión aprobada en el Congreso, pero ya se anuncia la presentación de un proyecto de ley específico, como, por lo demás, debiera ser.
Picardías de Santos
Precisamente a propósito de este último tema, un comentarista enfurecido, y autorizado –ya que lo hace a nombre de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras (ANIF)–, escribía hace poco: “Lastimosamente se desperdició la ocasión de hacerlo expeditamente a través de una ley ómnibus como lo es el PND” (2). Llama la atención no tanto la presentación que hace en seguida de su propuesta en materia de jubilaciones, que es el programa ideal, a juicio de los capitalistas y en contra de los derechos de los trabajadores, sino la denominación de ómnibus que utiliza para referirse a la ley. Claro está, es cínicamente consciente de que este es un tipo de ley que contiene de todo. Anteriormente se decía “como en botica”, aunque, para ser definitivamente criollo, ha debido llamarla ley ‘chiva’. No es claro, sin embargo, que esta modalidad que tanto le gusta sea constitucional. Va más allá del tradicional recurso a los micos, que en Colombia designan el truco de colgar uno u otro artículo sin relación con la materia principal de que trata la ley en discusión. En realidad, así pudiera ser una ley de sólo micos. Pero es indiscutible su utilidad. Sobre todo porque resulta fácil –especialmente en una ley que habla de Plan de inversiones– convencer a los congresistas, con la introducción de una u otra pequeña oferta de “apoyo regional”, a la manera como funcionaba antiguamente la modalidad de los auxilios parlamentarios.
El tema de las pensiones, por otra parte, nos remite a una consideración fundamental. Tiene una doble implicación. Tiene que ver con el negocio privado de los fondos de pensiones, una de las fuentes contemporáneas de capital más importantes en el mundo; al mismo tiempo, con la cuestión fiscal, el imperativo del equilibrio fiscal propio del capitalismo neoliberal, decisivo a la hora de conseguir créditos. Este es el cierre de la propuesta del Plan que alcanza a mencionarse en la ley pero que es objeto de una iniciativa de mayor alcance. Se trata de la peregrina idea de consagrar en la Constitución, como un derecho humano –colectivo– la “sostenibilidad fiscal”. Su desarrollo legislativo sería la llamada regla fiscal, mediante la cual se le pone un límite al gasto público. Por si hiciera falta, puede ser el puntillazo definitivo a la Constitución del 91, en lo poco que han podido utilizar los pobres de Colombia: la acción de tutela.

Notas:
1 http://www.dnp.gov.co/PortalWeb/PND/PND20102014.aspx
2 Clavijo, Sergio, “Reforma pensional y retiro temprano”, en: La República. 23 de marzo de 2011.
* Integrante del Consejo de redacción Le Monde Diplomatique, edición Colombia.